El huracán Tarays

Los mundanos celebraban a los del gozo celestial. Y san Dimas, el buen ladrón, citó a las flores del jardín en el lugar con apodo de viento mediterráneo del sudeste.

Los cinco de Tarays agitaron los corazones y convocaron en Siroco, la sala subterránea con solera entre el noviciado y el gracioso san Bernardo cuya razón de ser -dice el falso mito- es resucitar con dosis de alcohol a los congelados. Y como no hay puntada sin hilo, el cantante se presentó con una elástica que rezaba «1928. Gillingham Old Blend Destilled».

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«Dime cuánto tiempo llevamos colgados esperando un sitio en el tercer vagón». Más de 150 personas empezaron a cantar y tararear las canciones que horas antes habían recibido por correo electrónico.

La máquina de humo envolvía a los Tarays y al público. Las luces artificiales y la luz de Fátima, Pablo, Eduardo, Gonzalo y Quique rompían la oscuridad y dejaban atisbar que concierto tras concierto sigue ocurriendo algo.

«Soy profesora, vamos a hacer un juego», dijo la teclista. Y comenzaron los sorteos de camisetas de Tarays. «¿Qué hacían Gonzalo y Edu durante la canción?». «¿Tocar el bajo y percusión?, ¿mirarse?, ¿sonreír?…». «¡Imitaban el sonido del corazón!», gritaron desde las primeras filas. Y una camiseta de Tarays voló desde el escenario en mitad de los aplausos.

«Vámonos con los Hombres de Paco», dijo el cantante. Y el público cantó aquello de «nada que perder, mírame reír, volveremos a salir». Lo cantó mirando los movimientos de pies del cuerdo y desenfrenado bajista, que saltaba tímido mirando de reojo al techo para evitar golpearse la cabeza.

Nuevo sorteo y nuevas camisetas volando. Y con los primeros acordes de «Me voy de aquí» el público se desató por completo, si es que todavía quedaba alguien por desatar. «Cuentan las flores de este jardín…» y el siroco pareció una brisa frente al huracán Tarays.

La primera fila era de Victoria, Violeta, Patricia, Elisa, Pablo y de los 3 y Bienvenido. ¿Quién era bienvenido? Lo era hasta la madre del cantante, que sacó del bolso las gafas de sol para ganarse una camiseta.

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El bajista dejó su lateral y ocupó el centro del escenario para tomar la palabra. «Este tema lo canté hace 8 años en una estación de tren de Extremadura y eso me cambió la vida. También es la canción de mi hermano Nacho que está a muchos kilómetros y es una manera de traerle cerca». Nudos en la garganta y lágrimas al borde del precipicio.

Esa estación también le cambió la vida a Fátima, que tocaba el teclado sobre una bandera de India puesta al revés y estrellada con un significado demasiado especial.

Gonzalo llenó de gente la soledad de su automóvil de lujo. Lo hizo con tanta fuerza que el micrófono se aflojó, se giró e hizo amago de desenroscarse. Pablo supo que era momento de venirse arriba y regaló unos punteos a los presentes, incluida su esposa y su acompañante, que está por venir.

«Todavía se oyen los redobles cuando te veo aparecer» y, continuando con la maravillosa costumbre, Carlos volvió a subir al escenario para recitar la poesía que siempre vaticina. «En este mundo frágil nadie puede romper lo que nunca se aleja» y el público se desgastó las palmas de las manos de tanto aplaudir.

La noche musical atardecía y comenzó un viaje a Nebraska para hablar sobre las manos de Caín. Una nueva canción que afirma que «no me queda otra que arriar bandera». Pero tranquilidad, mañana la enseña se volverá a izar. Por Tarays y por las flores de este jardín.

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