Ella iba sentada en el vagón mientras la siesta estaba en el reloj. Quizá regresaba de trabajar o de estudiar. O iba en lugar de volver. No cruzaba la treintena. Llevaba en una mano el teléfono y en la otra un café de esos que se sirven en vaso de cartón con el propósito de ser sostenibles.
Miraba al suelo, a los zapatos del viajero de enfrente, a las paredes oscuras del túnel a través del cristal… De los extremos de sus ojos caían lágrimas intermitentes cuando llegaba un recuerdo. Quizá un familiar, quizá un novio, quizá un despido, quizá un error, quizá una amiga, quizá la vida.
Lloraba desde dentro y, a pesar del dolor, lloraba bonito. Abría sus labios para tomar aliento y coartaba la necesidad de dar a luz un llanto para no llamar la atención de los de su alrededor. Aunque todos ya habíamos sido llamados.
Próxima estación. Miró la pantalla apagada del móvil. Se levantó y salió del vagón. Subió las escaleras. Instagram no llora. La vida, sí.